Julio y sus tesoros

Cuando entré en la casa de Julio, lo primero que podía verse eran las montañas de cosas acumuladas en cada rincón.

Entre las cosas, había un angosto camino que iba hacia el baño, y otro que iba hacia la habitación. 
Apenas se podía pasar por allí, era como si Julio pensara que no debía dedicarse más que lo indispensable para el espacio personal. Las cosas materiales (y los pedazos de cosas) tenían prioridad en ese lugar.

No era un apartamento muy grande, tenía un living-comedor, una cocina, un baño y una habitación. Por donde miraras, estaba todo invadido de cables, maderas, plásticos, trapos, caños, papeles, libros, y un sinfín de cosas que ni siquiera puedo categorizar. Y cajas, muchas cajas.

Le pregunté de qué se trataba toda esta “colección”: me dijo que era su tesoro. Que durante toda su vida se había dedicado a juntar cosas “por las dudas”, “porque podían servir”, o para proyectos que nunca había empezado. Allí había tiempo invertido, dinero, búsquedas por cuevas de antigüedades, ferias de usados y demás.

“Pero… son cosas que no sirven, en su mayoría”, le dije. Su rostro se transformó. Su mirada reflejaba una mezcla de enojo y sorpresa. Como si no pudiera creer lo que acababa de decir. “Todo sirve”, me respondió secamente.

Me mostraba con orgullo cada sector de eso que él llamaba tesoro. Intenté, en vano, observar desde su perspectiva todo aquello.

Era nuestro primer día de convivencia, y no me animaba a decirle que yo no podía vivir allí, entre todo lo que, según yo, era basura.

Lo peor era la habitación. Entre la acumulación de cosas y el armario abierto con ropa colgando y libros desordenados, un colchón mohoso de una plaza se situaba en el medio de todo, apretujado. Podía imaginarme durmiendo allí y la tonelada de cosas cayendo sobre mí, aplastándome.

El último sector del apartamento que me mostró, fue la cocina. Julio me había dicho que él siempre pedía comida por delivery, y en ese momento entendí por qué: El lavaplatos estaba lleno de pedazos de ladrillos y bolsas arrugadas, sobre la mesada había más bolsas arrugadas, páginas de diarios, latas y frascos vacíos, trapos, algunos vasos sucios y una esponja rota. La cocina estaba llena de grasa y suciedad acumulada, más ladrillos rotos y una olla vieja que parecía no haberse lavado nunca. El suelo no podía verse, más diarios, bolsas y latas vacías lo cubrían por completo. La heladera estaba desenchufada, podía verse una capa amarillenta cubriéndola totalmente, y por la puerta abierta ví dentro algunos libros viejos y más diarios.

Le pregunté con delicadeza si me permitía ordenar y limpiar la cocina, que para mí la cocina era un lugar que debía estar pulcro y disponible para preparar la comida. Para mi sorpresa, asintió: “No sería malo cambiar el delivery por comida casera”, dijo, con una sonrisa. Julio salió de la cocina, y cerré la puerta.

Tardé 7 horas en vaciar y limpiar todo. Cuando salí de la cocina, el contraste entre ese sector y el resto del apartamento era evidente.

Tenía la esperanza de que si lograba que Julio se sintiera feliz con la cocina, podía hacer el mismo trabajo en todo el apartamento.

Pero mi esperanza se esfumó unos días después. Todos los días, volvía a encontrar bolsas y cosas puestas sobre la mesada de la cocina. Como si Julio quisiera luchar e imponer sus cosas, como si cada espacio vacío fuera una nueva oportunidad para traer cosas que consiguiera en la calle.

Un tiempo después, me di por vencida. Sentí que no tenía lugar allí, agarré mi bolso (que nunca había desarmado porque no había espacio para mi ropa) y me fui. Mientras me iba, llena de dolor, pensaba que Julio vería mi ausencia como un espacio disponible para llenar de más cosas.


Y tal vez de eso se trataba todo, tal vez todas esas montañas de cosas acumuladas fueran ausencias y partidas que le dejaron un espacio vacío.


#historiasdeorgullo

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